Retrato De Toda Una Época A Través De Una Sola Película (Parte 5 y Final)*

*Toda la serie sobre Pelham 1, 2, 3 puede también leerse en Ataraxia Magazine.

EL ENCUENTRO

1 – EL MEOLLO DEL ASUNTO

Pelham 1,2,3 se proyectó el día 24 de septiembre de 1974 en el Festival Internacional de Cine de San Sebastián. Por sorprendente que pueda parecer, fue presentada a competición en la sección oficial, en un año en el que la representación del cine norteamericano fue especialmente nutrida, ya que, además del film de Sargent, incluía la excelente y muy paranoide El último testigo (The Parallax View, 1974) de Alan J. Pakula, la fallida y denostada —aunque yo no dejo de encontrarle su encanto— La semilla del tamarindo (The Tamarind Seed, 1974) del maestro Blake Edwards, la desangelada y lamentable La casa nº 11 (11 Harrowhouse, 1974) de Aram Avakian, la melancólica versión que Jack Clayton hizo de El gran Gatsby (The Great Gatsby, 1974) de Scott Fitzgerald, que clausuró el festival, y la hipnótica Malas tierras (Badlands, 1974) de Terence Malick, que es la que finalmente se hizo con la Concha de Oro, llevándose también el premio al mejor actor para Martin Sheen.

07.01_badlands-terrence-malick

Un cronista comentó que la película de Joseph Sargent fue un soplo de aire fresco en medio de una selección de películas a menudo graves y sesudas y que el público la disfrutó mucho, como era lógico y previsible. Pero se preguntaba el periodista por qué habían insertado un mero divertimento, un producto industrial, eso sí, impecablemente ejecutado, en algo tan serio y «artístico» como era la selección oficial de un festival entonces catalogado en la prestigiosa categoría A. Los vencedores de aquella edición fueron los ciertamente venerables Terence Malick, el Leopoldo Torre Nilsson de Boquitas pintadas (1974) y un histórico y final Vittorio De Sica por su obra póstuma El viaje (Il viaggio, 1974), que le valió a Sophia Loren el premio a la mejor actriz. Pelham… no se llevó nada, salvo el cariño y el agradecimiento del público.

ilviaggio

«Un divertimento metido en algo tan serio»… Decía François Truffaut que una de las cosas más importantes que había aprendido en su paso del mundo de la crítica —en su caso siempre tan apasionada como rigurosa y, en más de una ocasión, de una severidad feroz— al de la dirección cinematográfica era que un cineasta sufre lo mismo tanto si rueda una obra maestra como si está gestando un bodrio, lo que al final de su vida le hizo revisar con otra mirada, sin duda más atenta a los matices, empática y humilde, muchas de las películas que en su juventud había despreciado con radical vehemencia. Si sumamos a eso que un «producto industrial» no deja de ser un trabajo de artesanía en el que la inteligencia y la sensibilidad artística no tienen por qué estar ausentes, comprenderán que al apasionado cinéfilo de trece años, edad a la que quien esto escribe descubrió por primera vez el «divertimento» en cuestión, le molestase sobremanera ese mirar con despectiva altivez intelectual y estética lo que estaba claro que, como la mayoría de películas «comerciales» de la historia del cine, también podía ser, o era de facto, una obra de arte. Ese mismo año vio la luz otro producto destinado al gran público, una producción británica que venía a sumarse a la lista de películas de catástrofe que en aquella época inundaban las pantallas (y que un público masivo consumía encantado), El enigma se llama Juggernaut (Juggernaut, 1974), a la que su director, Richard Lester, supo dotar de la tensión y el suspense necesarios, pero también de humanidad, inteligencia, profundidad psicológica y un soterrado e inconformista discurso político, todo ello sin olvidar su peculiar y a menudo brillante sentido del humor.

el-enigma-se-llama-juggernaut-2

United Artists, conocida por apostar a menudo por un cine más audaz y desprejuiciado, incluso marginal, que el resto de las majors, fue quien distribuyó tanto Pelham como Juggernaut, anotándose dos sabrosos éxitos comerciales y críticos. ¡Y sin olvidar nunca la calidad! Si un cineasta apasionante ha sabido en los últimos tiempos regalar al público unos espectáculos vibrantes a la par que soberanamente inteligentes, ese es el ingeniero John McTiernan, hoy apartado y ninguneado por su turbia vida privada, prueba viviente de que se pueden explorar el tiempo, el espacio y las relaciones humanas con el mismo rigor y la misma profundidad que un Antonioni, pero sin aparentarlo. Y, sobre todo, con la ventaja de ser, finalmente, bastante más accesible y divertido.

333_fu6d

51579

2 – LO QUE NO SE VE

El reticente ayuntamiento de Nueva York permitió el uso de una estación inactiva como decorado de la película y centro de operaciones de la producción. La única condición que puso fue que la estación apareciese impoluta, limpia, reluciente, sin las pintadas y la basura que en el mundo real habían añadido más llamas al averno cotidiano que suponía viajar en el metro de Nueva York. Cuenta Joseph Sargent que el rodaje en los túneles fue un suplicio. La mayor parte del tiempo, el equipo trabajaba con mascarilla, y tonto era el que no aprovechaba las pausas para salir a respirar un poco de aire puro. Pero nada fue lo suficientemente duro como para desanimar a quienes participaron en el rodaje. Cuenta Héctor Elizondo que Robert Shaw era un tipo exageradamente competitivo y que se pasaba el día retando a sus compañeros en plan «A ver quién aguanta más» o «A ver quién es más duro», actitud que se convirtió en una gran ayuda para soportar el polvo y la claustrofobia. La experiencia le hizo comprender lo que había sufrido su padre, que se había ganado la vida como minero antes de instalarse en Nueva Jersey, por lo que Joseph Sargent se convirtió así en un hijo agradecido. De todo esto concluyo que hay que aprender a apreciar siempre y en todo lugar la generosidad de los poetas.

thetakingofpelhamonetwothree1974.92255

3 – TRECE AÑOS

En mi adolescencia me desplazaba por Barcelona casi exclusivamente en metro. Conocía sus instalaciones como la palma de mi mano y me movía con soltura por sus andenes y pasillos. Me fascinaba ese mundo paralelo lleno de vida y ajetreo al que mi espíritu fantasioso otorgaba un carácter secreto y clandestino y en el que se viajaba cotidianamente en tren. El tren, que siempre me pareció el decorado ideal para vivir infinitas aventuras. Supongo que se lo debo, como tantas otras cosas, a Alfred Hitchcock desde que, siendo un niño, vi Alarma en el expreso (The Lady Vanishes, 1938) en televisión. Y fue a los trece años cuando vi por primera vez Pelham 1, 2, 3, mi fantasía hecha, por fin, película.

19281526-r_640_600-b_1_d6d6d6-f_jpg-q_x-20100310_103256

Ya entonces estaba, como hoy, convencido de que sólo hay películas buenas y malas, o, siendo más modesto, de que existía lo que llenaba mi espíritu, lo que me dejaba indiferente y lo que me parecía calamitoso y atroz. Ya entonces era capaz de divertirme por igual intentando desentrañar al fascinante y a veces inaccesible Bergman y sufriendo con Gene Hackman y Ernest Borgnine en La aventura del Poseidon. Porque de lo que siempre se ha tratado es del placer, ¿de qué otra cosa, si no? El placer de reír y llorar, de dejarse llevar por la ligereza o de adentrarse en los abismos del alma humana, el placer del sobresalto y el de la carcajada. El inmenso placer de descubrir los secretos que se esconden tras la fachada, el orgulloso placer de saberse cómplice de quienes juegan a ocultar sus inquietudes tras apariencias amables y ligeras, ese desafío que te lanzan sobre todo los humildes. El placer de entrar en una sala de cine siguiendo el mandato imperecedero de André Bazin, con los ojos limpios y despejados de todo prejuicio. ¿Qué fue, si no, la política de los autores? Los pedantes han sacado la conclusión de que supuso el nacimiento del cine de autor, esa entelequia. Trágico error que nos ha llevado a soportar y hasta elogiar lo que demasiado a menudo no es sino un narcisismo exacerbado y onanista. No, la politique des auteurs de Cahiers fue la celebración del placer, el de descubrir que tras los desdeñosamente llamados artesanos podía esconderse un inmenso artista, que tras las películas despectivamente llamadas «comerciales» podía haber un discurso coherente, ya fuera ético, estético, poético, sentimental, intelectual, político o todo a la vez. El placer de descubrir a un ser humano que te está hablando a través del juego. Bendito sea por siempre el cine por ser un arte para niños y adolescentes. Porque cuando vuelvo a ver Pelham 1, 2, 3, vuelvo a tener trece años, vuelvo a ser ese chaval que quería saber más, que quería crecer para convertirse en un hombre y poder así volver a soñar, como canta en algún sitio Bruce Springsteen. Benditas sean las películas inagotables, las que nos recuerdan que debemos seguir teniendo trece años si queremos saber que tenemos sesenta. Por eso doy las gracias a ese generoso equipo que hizo una película concebida para divertir y que con el paso del tiempo se ha convertido en una obra imprescindible para conocer mejor la década prodigiosa del cine americano, la de los años setenta del siglo XX, en la que el rigor y la libertad, el realismo y la imaginación, fueron de la mano como nunca antes. Doy las gracias por los mil motivos aquí expuestos y por los que usted, querido espectador, espero que descubra cuando vea o vuelva a ver Pelham 1, 2, 3.

FIN

Deja un comentario