La Lógica Ilógica De La Justicia Injusta

UNO

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Como habrá podido apreciar el fiel lector estoy inmerso en una etapa nueva de mi vida en la que cada vez veo con mayor claridad que me hallo ante el fin de una era, tanto en mi percepción de las cosas como en la evolución de un mundo exterior que cada vez escapa más y más a mi capacidad de observación y comprensión. Así, dos revoluciones tienen lugar simultáneamente, la exterior, en la que la juventud del presente me abruma con su insolencia al instaurar una moral que me parece altamente peligrosa porque se empeña en huir del racionalismo como de la peste para dar prioridad a lo emocional, y la interior, que sin duda me está volviendo más conservador aunque yo prefiero pensar que a lo que me lleva es sobre todo a una depuración, una purga serena y decidida que me está empujando y ayudando a renunciar a lo que se me antoja desde ahora mismo como superfluo e innecesario. La inevitable muerte del longevo Kirk Douglas es tal vez el último signo de un Tiempo que me exige abrirme a nuevas vías a la vez que me ayuda a reafirmarme en lo que aún creo que vale la pena de mi pasado, cada vez más huérfano de lo que han sido hasta ahora mis más sólidos asideros. Mis referentes, mis amores, mis idolatrías envejecen, algunas se ennoblecen para perdurar, otras se ven desenmascaradas, impotentes ya para evitar su alejamiento y extinción o disimular su ineficacia y, no pocas de ellas, su letal impostura. Todo deviene polvo ante mis ojos y se escapa entre los dedos. El tiempo marca mi espíritu con su implacable ley.

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Les contaré una anécdota que puede parecer tonta pero que para mí no lo es. Yo siempre me he sentado muy cerca de la pantalla, supongo que para adentrarme lo más posible en la película sin verme importunado por la realidad circundante. He decidido desde hace apenas unos días sentarme más lejos, a la suficiente distancia para tener una visión más global, supongo que para recuperar el mero placer de ir al cine como un componente más de mi vida sabiendo que ya ni es el único ni desde luego el más importante. Tomar mis distancias con respecto a la pantalla me está devolviendo la conciencia de mí mismo y de cuanto me rodea, ahora que lo que más me motiva es precisamente no saber muy bien adónde voy ni cómo moverme en un mundo ajeno y extraño en el que me siento cada vez más como un pez fuera del agua.

DOS

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La inquietud según Jacques Tourneur.

Creo muy sinceramente que tras unos años en los que era incapaz de disimular una profunda desorientación la Academia de Hollywood tocó fondo cuando en 2018 ignoró sin miramientos una obra maestra titulada El hilo invisible para premiar una nadería infantiloide y vacua que recreaba el amor anfibio y narcótico entre una mujer y un monstruo, ambos igual de feos, con la encomiable intención de hacer gran arte de la serie B, olvidando en sus pequeñas pretensiones que la serie B no necesita redención porque ha sido muy a menudo Arte en estado puro (que se lo digan a Jacques Tourneur, Budd Boetticher o Joseph H. Lewis). La paradoja viene cuando un cineasta contemporáneo e innovador a más no poder como Paul Thomas Anderson que se valió del clasicismo formal más sobrio y sólido para crear cine inmaculado de una modernidad avasalladora, indiscutible, profunda, fue menospreciado por una Academia a la que siempre se ha acusado de conservadora. Me atrevo a afirmar que gran parte de la desorientación de los académicos ha provenido de lo que parece una extraña necesidad que roza la ansiedad para premiar lo más moderno pero premiando siempre lo que más que serlo se empeña en parecerlo sin apenas conseguirlo, es decir, petardos mojados condenados a la mediocridad y el olvido. Desde 2005, sólo Clint Eastwood, Kathryn Bigelow y Martin Scorsese -al que premiaron por Infiltrados (The Departed, 2006) sobre todo porque hasta la Academia siente alguna que otra vez vergüenza por sus históricas y nada memorables cagadas- han escapado a esta especie de maldición que los académicos se han impuesto a sí mismos sin necesidad, porque casi siempre había entre las nominadas alguna película de calidad a la que ellos le negaban el honor y la gloria se podría incluso decir que por un capricho casi suicida.

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TRES

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La inquietud según Bong Joon-ho

Los premios que esta pasada madrugada ha entregado la Academia poseen al menos la virtud de haber elevado (y mucho) el nivel de calidad de unos Óscars que llevaban demasiado tiempo de capa caída. Partía con ventaja porque es cierto que, si bien no estaban todos los que han sido ni eran todos los que estaban, la producción de 2019 ha sido generosa en buenas películas, más de lo que venía siendo costumbre, y la Academia ha sido lo bastante hábil para nominar tres o cuatro películas que podían competir con dignidad y en igualdad de condiciones. Los premios, siempre discutibles, se han ajustado a una lógica de los tiempos pero esta vez también a la lógica del buen cine. Han ganado la excelente Parásitos (Gisaengchung, 2019) y su director Bong Joon-ho, irreprochable decisión a pesar de que ustedes saben que para mí la película del año (y más que eso) ha sido Érase una vez en Hollywood. Esto abre un debate interesante. Al premiar a la película surcoreana y relegar a un segundo plano la obra maestra de Tarantino, la Academia ha apostado por abrir puertas a la innovación y ha renunciado a reconocer la autoridad del más imponente y eterno clasicismo. Una decisión más sabia que discutible porque por una vez la película premiada se empeña en ser muy buena más que muy moderna consiguiendo finalmente ser las dos cosas sin necesidad de recurrir a esos efectismos y fuegos de artificio tan habituales en tanta chorrada que últimamente se nos quiere vender como el colmo de la revolución. La hábil y fluida mezcla de géneros servida por una geométrica puesta en escena que viste casi a la perfección un guión inteligente y muy bien estructurado, la ironía, la socarronería también, y la crueldad de su tratamiento que salvan su  poderoso y perturbador discurso social y político al alejarlo de todo mensaje farragoso, dogmático y arrogante mediante el uso brillante del humor más afilado, todo ello nos hace pensar en todo momento en la mejor Commedia all’italiana (con ese extraordinario émulo de Alberto Sordi que es desde ya el gran Song Kan-ho a la cabeza de un reparto espléndido). Lo absurdo viene del hecho de que el film estaba nominado en dos apartados, mejor película y mejor película de habla no inglesa, con lo que la lógica de dárselos los dos ha ahogado desde el primer momento las posibilidades de sus rivales en la segunda categoría. Y creo honestamente que Almodóvar merecía un premio por su doliente y no menos perturbadora confesión, lo que apunta también a que al concepto de autor tal como lo entendemos le queda poco de vida en lo que, gracias a los dioses, se anuncia al menos como un señorial y hermosísimo canto de cisne gracias a artistas de la talla del querido Pedro y ese súbitamente iluminado Quentin. Años atrás, esta constatación me habría producido una depresión o un ataque de enfurecida indignación, hoy lo contemplo todo con cierta melancolía pero sin tirarme de los pocos pelos que me quedan, tranquilizado sobre todo porque el ganador es lo bastante excepcional como para desdramatizar la decepción.

CUATRO

Parásitos es un film de izquierdas. El de Tarantino apunta a la derecha. Lo que cuenta es que los dos coinciden en ser inteligentes y lúcidos. Si me gusta más el de Tarantino es porque me parece más redondo pero también porque me resulta más cercano y más poético al retratar la ascensión a la Gracia del Heroísmo de unos individuos vulnerables pero de espíritu noble y limpio enfrentados a unas nuevas generaciones de imbéciles incapaces de esperar a crecer para entender de qué va esto de la lógica ilógica y la justa injusticia de la vida. ¡Y cómo agradezco que, a pesar del satánico y grandioso Joe Pesci de El irlandés, le hayan otorgado el premio a Brad Pitt, el premio más bonito, el más señorial de la noche! Porque ese Brad Pitt ensalzado y denostado, esa criatura hermosa (no para todos) al que se suele amar, odiar o envidiar por su éxito, su riqueza, su irregular carrera, su intermitente talento o una belleza más difícil de lo que parece, no siempre apreciada porque no siempre ha sido bien fotografíada, se impone en el último Tarantino como una bestia cinematográfica. Sí, es la confirmación de un actor que se ha convertido de un plumazo en presencia y leyenda. Brad Pitt es ya un par de los más grandes, aunque sólo sea por este grandioso personaje que Tarantino le ha regalado y que parece haber interpretado con humildad milagrosa y generosidad desarmante, como temiendo no dar la talla de un Wayne, un Mitchum, un Cooper o ese último Kirk Douglas, que le ceden el testigo (¿otro símbolo?) ante nuestros deslumbrados ojos en este cuento mágico cuya hermosura no se acaba nunca y al que los pequeños Óscars han dignificado con este premio pero que más allá de la vanidad de los galardones acabará por ocupar el destacado lugar que merece en el Olimpo del cine de este siglo XXI al recordarnos que aún hay un espacio en el que la grandeza del pasado iluminará nuestro presente y nos dará estímulos y armas para el futuro. En eso consiste ser un clásico.

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Brad Pitt pasea hacia la leyenda.

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Continuará…

 

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