Retrato De Toda Una Época A Través De Una Sola Película (Parte 4)

EL CASTING

ADIÓS, RUTINA, ADIÓS

Nueva York está en pleno ajetreo. Los ciudadanos recorren en masa sus largas avenidas colapsadas por ruidosos automóviles dispuestos a iniciar una nueva jornada laboral. Mr. Green (Martin Balsam) se baja de un taxi para, de inmediato, entrar apresuradamente en el metro. Mr. Green lleva gafas y viste una vieja gabardina arrugada y un sombrero. Un tipo anodino del que, no obstante, llama la atención lo impersonal y hasta anacrónico de su aspecto. Mr. Green está muy resfriado. Nada fuera de lo común, de no ser porque parece que el bigote se le va a caer de un momento a otro por culpa de los mocos. ¿Lleva Mr. Green un bigote postizo? De ser así, ¿por qué? Mr. Brown (Earl Hindman) entra poco después en el vagón en el que Mr. Green se ha sentado. Mr. Brown es un hombre más joven y corpulento que Mr. Green, pero también lleva gabardina y sombrero, y luce asimismo gafas y bigote. Apenas cruza una mirada muy seria con Mr. Green cuando coincide con él en el vagón, pero es indudable que hay complicidad entre ambos. Al igual que Mr. Grey (Héctor Elizondo), que se suma a ellos poco después, y que lleva gabardina, gafas, bigote y una gorra, que es lo que le diferencia de los otros dos, además de que masca chicle y parece más desinhibido, más suelto, menos rígido. Eso no impide que Mr. Grey se coloque en una esquina del vagón como quien toma posiciones para llevar a cabo una emboscada. Nueva York es sus habitantes, los hay de todos los colores y con todos los aspectos, pero tres tipos con gabardinas feas, la cabeza cubierta, gafas y bigotes en el mismo lugar y a la misma hora son demasiada casualidad. Lo que viene a confirmar la presencia de Mr. Blue (Robert Shaw), que es un visitante, un turista que contempla divertido la fauna de la ciudad mientras espera el tren en la parada siguiente. Mr. Blue lleva gabardina, gafas, bigote y sombrero. Cuando por fin llega el tren a la estación, se acerca a la ventanilla del conductor, Denny Doyle (James Broderick), al que amenaza con una pistola. «Estoy secuestrando su tren», dice sin inmutarse y con impecable dicción británica al perplejo conductor.

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Mientras tanto, el teniente Garber (Walter Matthau) duerme a pierna suelta, pero la secretaria del jefazo del metro de Nueva York le despierta porque tiene que enseñar a los directivos del metro de Tokio, en visita oficial, las instalaciones, el funcionamiento y el sistema de seguridad del metro de Nueva York. Así sabemos que Garber está al mando de la seguridad, aunque más bien parece que se aburre de lo lindo y se dedica a echarse siestas ahí donde puede, del mismo modo que su colega el teniente Ricco Patrone (Jerry Stiller) se pasa el tiempo leyendo periódicos sensacionalistas y solucionando crucigramas, de los que no aparta la mirada cuando le presentan a los ejecutivos japoneses, a los que Garber burlonamente llama monos amarillos cuando descubre que no hablan inglés y no entienden nada de lo que, abúlicamente, les está explicando. Garber parece simpático, pero le traicionan su perezosa actitud y los comentarios racistas y misóginos que va desgranando de vez en cuando con un humor cruel. Y le traicionan doblemente cuando, en la despedida, los agradecidos japonenses se despiden de él expresándose en un inglés impecable. Machistas, racistas y malhablados lo son también el resto de los compañeros de trabajo de Garber, funcionarios cansados y a menudo estresados por la rutina, pero sobre todo por la tensión constante que supone para algunos de ellos hacer funcionar un entramado tan complicado como es el Nueva York subterráneo. Entre estos últimos, el orondo, meticuloso y crispado Frank Cornell (Dick O’Neill) o el también gordito, misógino y gruñón Cal Dolowicz (Tom Pedi). Pero he aquí que esa rutina cercana y reconocible —por tanto universal—, una rutina adornada por ofensas poco ofensivas y un sarcasmo menos malicioso de lo que parece, esa rutina descrita y mostrada tanto con humor y lucidez como con ternura, viene a quebrarse cuando un tipo con acento británico les anuncia que el vagón de cabecera del tren Pelham 1, 2, 3 ha sido secuestrado. «Qué idea más absurda, secuestrar un vagón de metro. Seguro que se trata de otro chalado que quiere hacerse notar», comentan los funcionarios, a los que ese «imprevisto inconveniente» sólo preocupa porque va a complicar aún más la jornada de trabajo. Pero todo cambian cuando el inglés anuncia que o les entregan un millón de dólares en una hora o irán ejecutando un pasajero cada minuto que pase de ese plazo. Y entonces empieza el torbellino. Habrá que ponerse las pilas y superar la abulia de la rutina por la urgencia que impone la lucha contra reloj por la supervivencia. ¿Quién está realmente preparado para convertirse en héroe ante una circunstancia tan excepcional? Lo cierto es que nadie. No hay héroes en Pelham 1, 2, 3 pero sí gente de la calle, como usted o como yo, desde la más noble y generosa hasta la más mezquina y egoísta, desde la más taimada a la más ingenua, capaz de exprimir al máximo su inteligencia y su ingenio en un duelo sin tregua que nos mantendrá en tensión hasta el último (y memorable) fotograma.

ESA CALIDEZ TAN CERCANA

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Estaba algo cansado de tanta comedia y decidió ponerse serio, pero el irrepetible rostro de Walter Matthau nunca pudo ignorar esa inteligentísima ironía marca de la casa. Él y Jack Lemmon eran lo más cercano al hombre de la calle que nos regaló el cine americano en la bendita década de los setenta. Es cierto que Matthau interpretó muchos personajes malvados, mezquinos o, cuando menos, serios y hasta graves, en los inicios de su carrera, allá por finales de los cincuenta e inicios de los sesenta. Sabemos igualmente que fueron Neil Simon y Billy Wilder quienes, a mediados de los sesenta, le abrieron las puertas del reino a su inimitable vis cómica, rey como fue del humor más sagaz y sarcástico que se recuerda. En los setenta, Stuart Rosenberg, Don Siegel y Joseph Sargent le ofrecieron en bandeja de plata tres papeles a su medida que lo revelaron como estrella del thriller de acción sin dejar de ser él mismo, que es lo más hermoso del asunto. Sí, su policía conservador, moralista, algo antipático pero de instinto infalible en San Francisco, ciudad desnuda (The Laughing Policeman, 1973) de Rosenberg, donde hacía pareja con un impagable Bruce Dern, su inolvidable Charley Varrick para Don Siegel, también en el 73, que ya hemos elogiado en esta sección, y este teniente Garber del 74 que nos ocupa, sirvieron para demostrar que Matthau podía ser un actor todoterreno sin traicionar su esencia. Qué demonios, Walter Matthau era, ante todo, una presencia única y siempre cercana, un tipo brillante e inteligente, un valor seguro, un actor enorme. Como lo es ese policía un tanto apático y cínico, descendiente de padres alemanes (rasgo muy importante que el doblaje ignora y que, no obstante, resulta fundamental en el desarrollo y la conclusión de la trama) que conseguirá resolver el conflicto con las armas de la mente, pero también gracias a una investigación final rutinaria y hasta tediosa. De algo tiene que servir ser un perro viejo.

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Cuando al final de la película visitamos el destartalado apartamento de Mr. Green, comprobamos que es pobre como una rata y entendemos lo que ha llevado a este veterano conductor de metro a vengarse de sus antiguos jefes, que tiempo atrás le expulsaron y lo precipitaron en el ostracismo y el paro por considerarlo culpable de un turbio asunto de tráfico de drogas. Eso antes de condenarlo a un trabajo alienante de mala muerte. No contaban con que el usarlo de chivo expiatorio no anulaba el hecho de que fuera inocente y abría las puertas de su espíritu al rencor nacido de una gran injusticia. Con Mr. Green, Pelham 1, 2, 3 se convierte también en cine social con ribetes políticos, donde la pobreza y el paro tienen más peso de lo que parece a primera vista. Incluso uno de los pasajeros secuestrados pregunta por curiosidad cuánto han pedido como rescate, para calcular el valor de su anodina vida a ojos de los villanos, pero también del ayuntamiento, que es quien va a pagarlo, lo que no deja de tener su morbo. Mr. Green conoce como la palma de su mano la estructura y el funcionamiento del metro de Nueva York, por eso es el cerebro del secuestro. Pero es un hombre aparentemente tranquilo, lo opuesto a un hombre de acción. En un momento de la trama, ruega a Mr. Blue que no haya muertos, pero luego tampoco parpadea cuando la ejecuciones se hacen «inevitables». Porque Mr. Blue es el brazo ejecutor de los planes de Mr. Green. Es un mercenario que ha estado en los conflictos bélicos más sangrientos del tercer mundo y se mueve únicamente por dinero. Es un profesional inteligente y riguroso que no admite deslices. Su meticulosidad y determinación hacen de él un tipo frío al que no le tiembla el pulso a la hora de llevar a la práctica sus amenazas. A su manera, es un hombre honesto y coherente, lo que nos lo hace muy atractivo a pesar de saber que es un criminal dispuesto a todo. Que Mr. Green sea interpretado por Martin Balsam, uno de los secundarios más populares del cine americano, fue otro gran acierto de Alixe Gordin, directora de casting, que también acertó al darle el papel de Mr. Blue al imponente y sutil Robert Shaw, actor shakespeariano en alza desde que interpretara a uno de los más inolvidables villanos de la saga Bond en Desde Rusia con amor (From Russia with Love, 1963) de Terence Young y a un ciclotímico y tormentoso Enrique VIII en Un hombre para la eternidad (A Man for All Seasons, 1966) de Fred Zinnemann. Shaw tendría la suerte de aparecer en algunos de los mayores éxitos de la década de los setenta, interpretando indistintamente a héroes o malvados, a menudo inquietantes, siempre valientes aunque conscientes de su vulnerabilidad y marcados por la fatalidad, como en El golpe, Tiburón o Black Sunday. En su diálogo final, frente a frente, con su principal rival en el juego de ajedrez en que se ha convertido su duelo con Garber, nos sorprenderá llevando al límite su honradez, su extraña integridad, su lucidez, su sangre fría y su peculiar, indomable, implacable sentido de la justicia.

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La desconcertante nobleza de Mr. Blue encaja con el carácter discreto del obediente y eficaz Mr. Brown, cuyo rasgo más definitorio es su tartamudez, otro detalle que el, por otro lado, excelente doblaje español omite sin consideración, lo que tal vez justifica su silencio a lo Jean-Pierre Melville, pero choca de frente con el salvajismo de Mr. Grey, al que la sarcástica y perversa mente del guionista describe como un matón tan descontrolado y violento que hasta la Mafia ha decidido despedirlo. Mr. Grey es ciertamente agresivo, grosero, inmoral y dado al gatillo fácil, un tipo difícil de manejar, pero sólo al final se verá devorado por su tendencia a la rebeldía, la que hace de él un profesional poco fiable, algo totalmente inadmisible para Mr. Blue. Es el neoyorkino descendiente de españoles Héctor Elizondo quien, con enorme eficacia, presta sus rasgos a este tipo desagradable que sirve, sobre todo, para acentuar la tensión en este huis-clos ya de por sí asfixiante. Elizondo había llamado la atención al plantar cara a Lee Marvin y Paul Newman en Los indeseables (Pocket Money, 1972) de Stuart Rosenberg, pero fue Pelham 1, 2, 3, en la que disfrutó del privilegio de compartir cabecera de cartel con tres monstruos sagrados, la que le abrió las puertas a la fama, consolidada sobre todo gracias a sus posteriores colaboraciones con Garry Marshall, muy especialmente en la hoy mítica Pretty Woman (Pretty Woman, 1990).

5

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El resto del reparto es un despliegue de secundarios más creíbles que la vida misma, incluido un cameo no anunciado de Tony Roberts, actor neoyorquino hasta la médula, cómplice habitual de Woody Allen, aquí en el papel del vicealcalde, protagonizando algunas de las secuencias más hirientes, hilarantes y memorables de la película, sobre todo gracias a unos diálogos afilados y a un fenomenal Lee Wallace, caricatura perfecta del bienodiado alcalde John Lindsay. En resumen, es ese retrato coral, ese mosaico convincente de una fauna humana cercana y entrañable, la que nos sumerge en el alma de la gran ciudad y convierte a Pelham 1, 2, 3 en mucho más que una «mera» película de acción.

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Continuará…

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